EL BOXEADOR OLVIDADO
Por Gilberto García Mercado
Al final de la calle aún se levanta el bar de mala muerte con su fachada de miseria y olvido. En otro tiempo el lugar albergó celebridades, personajes y figuras públicas que en sus oficios y carreras brillaban con luz propia y venían a festejar sus enhorabuenas, aquí. Pero eran aquellos otros tiempos. La efervescencia de una sociedad colombiana creciendo a la sombra de los cultivos de coca, de emporios económicos que de la noche a la mañana se erigieron en grandes negocios, donde administradores y empleados recibían a sus clientes con una indiferencia hermética y asombrosa. Más tarde alguien me diría que a los mencionados fulanos lo que les interesaba era lavar los dólares del narcotráfico.
Pues bien, el bar de mala muerte tuvo su mejor esplendor por esos años, una generación que andaba perdida entre perjuicios y malas decisiones venía en busca de su redención, aquí, en la medida que la sucesión de los gobiernos azuzados por la comunidad internacional atacaban y desarticulaban a los carteles de la droga, el bar de mala muerte fue palideciendo derivando en lo que es hoy ante la vista de todo el mundo: una construcción en ruinas, triste y sin dignidad.
Los que no vivieron la época de don Pablo Escobar difícil entenderán los alcances y pormenores de ese capítulo convulso que marcó para siempre a los coterráneos de este país. Incluso, algunos dirán que jamás existió, ¡pero ese no es el punto que se quiere abordar en estas cuartillas de deserción y olvido, no! Porque hay un individuo que fue amo y señor en aquellas instalaciones majestuosas, que tenía tanto dinero que no sabía qué hacer con él. Era ya costumbre que «El Campeón», a quien comenzaron a llamar así en vez de su nombre, a partir de que noqueara en franca lid al número uno del mundo en su categoría, finalizara la celebración por la victoria en las instalaciones del augusto y grandioso bar.
Todos bebían a expensas del deportista, las parrandas se extendían hasta el amanecer. El boxeador se hacía acompañar de mujeres hermosas envueltas en vestiduras doradas, cualquier acción que alguien emprendiera en beneficio de nuestro personaje era recompensado con grandes fajos de billetes de alta denominación. Y como casi siempre ocurría luego de una victoria en el ensogado, a la sublime conmemoración se sumaban los extraños dignatarios de la época, hombres ceñudos, vestidos con las mejores marcas, cruzados sus pechos con largas y gruesas cadenas de oro puro.
«¡El gasto corre por nuestra cuenta!», exclamaban los dignatarios, «¡Es nuestro regalo por la victoria!».
Y como los momentos no son para siempre, se van desvaneciendo imperceptibles, poco a poco los años y los golpes fueron minando la humanidad de «El Campeón». El país fue entrando en distintas fases con cada Presidente que llegaba al poder, y aunque el boxeador se negaba aceptar la realidad, un día bastante aciago para su carrera, un joven que le hacía recordar sus inicios, rebosante de ágiles movimientos logró asestarle en pleno mentón un golpe que llevaba dinamita pura, noqueándole en el acto, y, convirtiendo al otro, al aspirante que era su otro yo en alguna parte, en el campeón mundial indiscutible de su categoría.
Ese día la celebración se llevó a cabo en el bar de otro país, la gente se embriagó a expensas del nuevo campeón, otros semblantes iniciaron la ceremonia de pagar el vino y licor de importación que habían ingerido, mientras que él, el cuerpo adolorido por la golpiza, despertó en la cama mugrosa de un hospital de extramuros adonde lo habían llevado y, en el tiempo que permaneció adaptándose a la nueva realidad, nadie entró para siquiera consolarlo sobre la derrota y, como nunca había sucedido, esa vez el hospital no fue embestido por los periodistas.
El bar de mala muerte está a punto de derrumbarse. Desde hace años, sobre el muro del umbral hay un aviso que también ha cedido a los embates del tiempo, entre una caligrafía borrosa y trémula se alcanza a leer: «Se vende la propiedad, informes al teléfono….»
Los transeúntes en su recorrido poco a poco se han ido olvidando de la sombría construcción. Cuando las cosas inician su camino hacia su desaparición lo hacen con sutiles movimientos que jamás se miran ni perciben. El café de mala muerte, que un día fuera el foco de reunión de la otrora frívola sociedad del país, poco a poco fue cayendo en el olvido, hoy nadie se acuerda de él, la lluvia y el viento terminaron por borrar aquel aviso en el umbral que era un esbozo, una tímida rogatoria hacia su salvación. En el lote brumoso sobre el cual algún día se alzara el bar de mala muerte, abunda la humedad y una soledad que asusta. Se ha corrido la voz de que en el lugar habitan los fantasmas de una generación perdida. La historia con su yugo de olvido y supresión derrotaron los sueños de gloria del pugilista. Nadie lo volvió a ver por allí, algunos afirman que el pobre hombre murió por la pena. Otros que se fue a pasar sus últimos días de destierro y olvido a una clínica psiquiátrica.
No falta el curioso que afirme ver entre las sombras de la noche a una figura alta y encorvada, golpeando una pera y exclamando:
―¡Yo soy el campeón, el glorioso campeón!