UN CUMPLEAÑOS COTROVERSIAL.
Existen tantos lugares controversiales, lugares que inspiran situaciones ambiguas delimitando vidas enteras. ¿Un ejemplo? Un salón de eventos infantiles. Más precisamente, un salón de eventos infantiles en Merlo.
Viernes por la tarde. Nos dirigíamos al lugar, invadidos por la ilusión del niño por su fiesta de cumpleaños, acompañada por la ilusión de la familia en cumplir las ilusiones del primero. Ese círculo vicioso de felicidad y esperanza, convertido en agonía. Hay algo que me incomoda en el evento; no logro esclarecer qué, o quizás es que son demasiadas cosas: la sonrisa agotada de la encargada al darte la bienvenida, el agujero aireado del inflable abundantemente pinchado, el metegol inclinado aturdido por el óxido, el ventilador con baja tensión (con la suerte de que el nene cumple en Enero), el invento reggaetonero infantil (peor que el reggaetón mismo), la alfombra desteñida, el bullicio interminable de los niños… mejor, freno acá. A pesar de todo, su sonrisa suprimía mis incomodidades. Será que la fantasía del niño opaca las lujuriosas ambiciones de los adultos.
La fiesta constaba de dos horas. Para la media hora de comenzado el evento, ya habían ingresado todos los familiares: el tío Cacho, quien acostumbra a aparecer únicamente cuando su dinero no es necesario (era "Cacho” para los amigos, “ratita” para la familia); la tía Susana, con su estilo ochentero, le faltaban luces y era un salón aparte; las abuelas, quienes se habían casado hacía 2 meses, agradecidas a la modernidad; amiguitos y más amiguitos, aficionados al grito descontrolado; y Juanita, la vecina de casa, dedicada a la toma de fotografías compulsiva.
En primera instancia, los niños gozaron de 20 minutos de juego libre; podían recorrer las instalaciones. Debo confesar, me encontré sorprendido por el carácter intrépido de esos pequeños. Recorrieron todo, absolutamente todo.
Tuvimos el infortunio cómico de tener que lidiar con la furia del chef;. Aparentemente, se le dificultaba freír las papas con niños jugando a las pases con la cajita de sal.
Transcurrido el caos colectivo, alivianamos las aguas con un banquete de panchos y gaseosa. Trasmitido en sus rostros: elixir para demonios.
Llegamos a la primera mitad de la fiesta, la principal atracción estaba disponible:” el laberinto del terror”. Una atracción poco atractiva para mi gusto, teniendo en cuenta el fin último de ésta (y el calor agobiante). Sin embargo, resultaba interesante para los ojos de estos infantes transpirados.
Ante la mera posibilidad de que mi condición de hermano mayor me obligue a participar en la actividad: me aislé a unos cuantos metros. De lejos apreciaba mejor la intolerancia del que presentaba la actividad hacia su propio trabajo.
“Chicos… chicas… acérquense por favor… nos adentraremos en el mundo del misterio y el terror” arrancó sin ganas el muchacho mal afeitado.
“A ver, a ver… no encuentro al cumpleañero… ¿Quién me ayuda a encontrarlo? ¿Lo llamamos todos juntos? Uno...do-tre`: ¡Julián!” cada segundo odiaba más al Topa depresivo.
Viene el corazón de la familia todo contento. Se posiciona al frente de la fila, sonrisa perpleja. Con ánimos heroicos ingresa a la mugre esa.
Al cabo de dos minutos reaparece por la puerta contraria al ingreso, pálido, sucio y temblando. Hecho que, con total honestidad, no me sorprendió. Era el cumpleaños número 7 y el laberinto se recomendaba para mayores de 10; a pesar de todo, los caprichos del niño son mandatos católicos.
Me había quedado sin batería en el celular, sin mi cable a tierra. Acto siguiente me dediqué a evaluar la cantidad de niños que ingresaban al temible juego, y el tiempo que tardaban en salir. Comienzo con mi estadística mental, cuento: 2 minutos, 1:30, 1:40, 2, 1, 3, 5 (Joaquín se confundió la puerta de entrada con la de salida), 2, 1; luego de algunos más, me percato del ingreso del niño 11, pero no de su salida.
Continué observando detenidamente, los niños seguían entrando sin mayores dificultades. Pero… ¿Y el niño 11?
Se nos había perdido un niño en el laberinto del terror, un cliché inexplicable. Por 10 minutos evalué la actividad de mi familia, los encargados, los mozos; todos en sus respectivos lugares, todos gozando de su plena normalidad.
Resuelvo en no infundir información no verificada. Intento charlar con una fuente lo suficientemente inocente como para que no asuste a nadie: mi hermano.
“¡Juli!... ¡Julián! ¡Vení un cachito!” le grito desde mi ubicación escondida. Extenuado y transpirado me responde: “¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Estoy jugando, es mi cumpleaños”.
“Ya lo sé, ya lo sé… te quiero preguntar algo nomás. Escúchame… ¿Cómo se llama ese nene de anteojos, rubiecito, que vino con una remera verde hoy?” le consulto velozmente.
Apurado me responde: “¿Esteban decís?”.
“sí…sí…creo que sí. El que vino con los botines Nike, los que te gustan a vos…” le reitero.
“¡Ah! ¡Sí! Me encantan esos… sí, es Esteban. Pobrecito… no aprendió a hablar todavía” Me respondió, y en un fugaz movimiento se retiró.
Terrible detalle. Suspicaz por parte del criminal; claro, era simple. Qué mejor, o mejor dicho,.. ¿Existe acaso víctima más indefensa que aquella que no se pueda expresar como tal? Claro que no. Una víctima que no grita. Aquel sujeto (o sujetito en este caso) inevitablemente encapsulado en su persona, encarcelado en su inocencia; simple, rápido; perfecto.
Sin embargo, este misterioso imbécil no tenía en cuenta un factor: la presencia de un terco adolescente sin batería, en un evento en decadencia.
A su vez, era una molestia en mi investigación, una barrera. Cualquier amateur en su sano juicio hubiera ingresado abruptamente al laberinto, buscar al niño, encontrarlo y sacarlo. Pero... ¿Cómo encontrar a alguien en silencio, en plena oscuridad? Ciertamente, había perdido dos sentidos claves, el oído y la vista. ¿Avisarle a alguien? ¿A quién? Mi familia es muy arrebatada como para solucionar en calma la situación. Además, era imprescindible que mi actividad se mantuviera inadvertida: el pedir asistencia alertaría al criminal y podría ser el final de Esteban.
Entendí que mis deducciones autónomas debían mantener su formato; en efecto, estaba solo. Corría con la ventaja de pasar desapercibido por inercia; me suelen percibir como “emo” por mi carácter gótico; por el contrario, soy mucho más perceptivo que esos ineptos marginales.
¿Mi primer movimiento? Reconocer sospechosos. Debía ser alguien de la administración, eso asegurado. De ser un familiar o conocido indeseado (de esos que uno invita por una extraña obligación moral); ¿Por qué esperaría al cumpleaños? Y lo que es peor: ¿Cómo se percataría de la condición del niño, planearía la situación, se introduciría en el laberinto y lo secuestraría? Honestamente, no confío siquiera en el intelecto de ningún invitado para ejecutar semejante acción; menos en su voluntad.
Comencé a contabilizar los trabajadores en el lugar: había tres mozos, dos hombres de unos 30 años y una mujer en la misma franja etaria; un único chef, supongo que no requería grandes atributos el cocinar en un salón de fiestas infantiles, solo hervía salchichas; un Dj perdido en una cabina elevada, una suerte de ático roñoso, con una notebook y dos consolas viejas; la portera, desganada predeterminadamente, y un joven dedicado al entretenimiento infantil; me atrevo a decir, era lo más novedoso del salón.
Comencé con lo obvio, descartar a la Portera. Me encontraba alejado del lugar, por lo que me acerqué simulando un recorrido distraído. Al visualizarla tenuemente, lustro mis lentes con mi remera de los redondos, e intento hacer foco de la posición. Aclaro: su ubicación era un mostrador perdido en la sombra del portón de entrada (estaba a un costado), sentada en una silla de oficina muy mal tapizada. Al acercarme silenciosamente, estaba de espaldas, con auriculares. “Podría estar mirando las cámaras, revisando datos, comunicándose con un cómplice; sería excelente esconderse bajo la figura del portero extenuado.” Pensé, estúpidamente.
Al acercarme, reconozco en la pantalla rallada de su celular una novela turca, la misma novela idiota que mira mi tía. A su lado: una bandeja de plástico de arroz con tomate y toneladas de mayonesa, medio pancho sin terminar, una gaseosa *light*(curioso), y una servilleta de tela (que yo creo) sin lavar por décadas. Se me imposibilita reconocer las ideas del lector; pero por lo menos en base a mi criterio, no resulta una situación propia de una mente criminal.
Continúe mi investigación, el próximo en la lista: el Dj. “Elevada posición, control musical, tiempo a solas, conocimiento del salón; es posible” nuevamente pensé.
El acercarme no era tan simple, es obvio: el estar en una posición elevada tenía como finalidad evitar posibles infantes intrusos. La escalera estaba custodiada por una moza, la única moza mujer. Necesitaba una distracción, el subir era sencillo: la escalera estaba en un rincón del salón. Si lograba distraerla, podría ingresar.
Ví a mi tía Susana que acostumbraba a gesticular con la misma efusividad que su vestimenta; por lo tanto, le acerqué la jarra de gaseosa hacia el borde de la mesa, cercano a donde volaba su codo al reírse. Luego de dos o tres carcajadas ridículamente brutales, la jarra sobrevoló una silla y estalló contra el suelo desteñido. Automáticamente, la moza, Rita (llegué a ver su nombre en el indicador de su pecho), abandonó su posición para resolver el desastre. Acto siguiente, me escabullo por la escalera.
Con la delicadeza del cirujano y la cautela de un ninja, asomo lentamente mi cabeza por sobre el ultimo escalón que daba acceso al cubículo mugriento; y visualizo un hombre pálido (por la ausencia de luz solar supongo), con un par de auriculares exageradamente dañados, con ¿lentes de sol?, balanceando su cabeza al ritmo de “lo que pasó, pasó” de Daddy Yankee, sentado en una silla a punto de explotar por el sobrepeso del señor. Esto, rodeado de cajas de vinilos destrozados, cables de vaya Dios a saber de qué, radios, un arbolito de Navidad, pen drives, y polvo; repito, mucho polvo. Nuevamente, lo descarté.
Paso siguiente, me dediqué al análisis del muchacho que divierte a los niños: un pibe joven, veintitantos diría yo. Intenté hacer memoria: recordé que llegó al mismo tiempo que nosotros, nos abrió la puerta y nos dio la bienvenida al salón, muy carismático; “bilateralmente propio del tipo macanudo, y herramienta eficaz del criminal” pensé. Al ingresar, colgó su mochila en el perchero de la entrada, continuo al “lugar de las zapas” donde los niños ubican sus calzados para jugar libremente.
Simplemente pensé: “Me acerco, la abro, busco evidencia de algún tipo y ya tengo a mi sospechoso”. Claramente, eso hice. Eludí fácilmente la visión de la portera, quien ya había adelantado medio capítulo. Eso me recordó: debo apresurarme, la piñata estaría en 20 minutos, luego todos se van y el niño desaparecería inadvertido.
Resolví en abrir y buscar, la mochila poseía: una billetera RipCurl beige (excelente), una remera, llaves de hogar, la llave de la moto, un recibo de pago de unas zapatillas; y dos libros: “El cantar de los nibelungos” y “Martín Fierro”. Lo hubiera encarcelado por sus gustos literarios; sin embargo, era inocente de cualquier delito federal. Al igual que sus compañeros, descartado.
Los mozos era muy difícil que estuvieran relacionados. No tenían celular; era una política del salón el estar atentos sin distracciones durante la jornada laboral (hecho que a mamá le fascinó, por eso contrató este desastre). Además, estaban trabajando todo el tiempo, desde que llegué los estudio, como hago con todos: salían de la cocina, reingresaban, levantaban la mesa, limpiaban el baño, protegían algún niño a punto de desnucarse y en ocasiones cubrían al chef.
Me detuve a pensar ¿Habré fallado? Mi único sospechoso disponible era el chef; pero… ¿Qué demonios tenía que ver el chef con el laberinto del terror? Estaba aturdido, a punto de ahogarme en taquicardia, no suelo tolerar el fracaso; desafortunadamente, se acerca Lauty, el dueño de la mochila que yo había registrado.
“Che pibe, ¿Cómo andás? Disfrutando de la *party* veo… ¿Vos sos Manuel?” me pregunta con su carisma jovial. En una suerte de risa forzada le contesto: “¡Sí! ¡Todo bien! ¿Vos? ¿Cómo estás…Lauty?” le respondo señalando su indicador (que sorpresivamente, era el único con el nombre en diminutivo).
“¡Bien! Acá…gozando del buen laburo viste. Lo único, entre nosotros te digo… no soporto al chef”. Casi divinamente diría, me da primicias sobre el único sujeto del que no tenía la más mínima idea. “Anda caliente todo el tiempo. Dicen que arrancó hace un mes, pero no le veo futuro eh…” Intentando disimular el interés arrebatado, le consulto “¡Uh! Que garrón... ¿Hace mucho labura acá?
“Hará creo…un mes más o menos desde que arrancó, es medio animal… no le interesa mucho te diría". Me había entregado fichas únicas de juego. Faltaban 10 minutos para la piñata, debía apurarme. En un arrebato desesperado le digo sin pensar: “capo, sabés que ando cagando medio chirlo, voy al baño un segundo”. A lo que incómodamente me responde: “Dale...dale tranquilo”.
Fui al baño y me encontré con un desastre arquitectónico: una ventana arriba de la cadena, que daba directo a la cocina de este misterioso chef. Imposible de ver sin escalar, pero los aromas no requieren escaleras.
Ayudado por las paredes laterales del cubículo del baño, me subo al inodoro y reviso: un hombre flaco, casi raquítico (antagónico a la estructura física del chef clásico), morocho, de manos temblorosas, poco hábiles, ojos embolsados, mirada violenta y cansada, con un delantal barato; parecía casi una improvisación, o mejor, un disfraz de poca monta.
Se direccionaba hacia el baño, me pareció una situación propicia para analizar su puesto de trabajo en busca de pruebas. Por resultado, salgo apurado, me mantengo a un costado de la entrada, actué mi mejor cara de “emo”, y esperé su ingreso.
Al estar adentro, me escabullí inadvertidamente e ingresé a la cocina: revisé cajones, muebles, bolsas, heladeras, alacenas; nada. Estaba limpio. ¿Qué haría? Casi deprimido salgo de la cocina, solo tenía minutos antes de la piñata. Al doblar en la primera esquina, atropello de frente a mi reciente sospechoso, al chef. En el choque una billetera sale despedida de su bolsillo trasero, cayendo y desparramando su contenido por el suelo. Con mis lentes de binoculares analizo, y veo: una sube desgastada, 3 billetes de 5 pesos fuera de serie, una tarjeta de crédito MasterCard, una credencial de la asociación de Pool de Merlo norte; y una foto. Una foto de un niño rubio, de antojos, flaquito; idéntico al niño 11, idéntico a Esteban.
“¡¿Qué hacés nene?! ¡Me vas a matar!” me grita el animal. “Disculpe señor, yo le ordeno su billetera… qué niño hermoso, ¿Es su nieto?” le respondo suspicazmente.
“¡¿Qué te interesa pendejo?! ¡Tomatela!” enloquecido me respondió. “sí señor…perdón señor.” Y me retiré, a dos metros.
Cuando lo veo ingresar a la cocina, me acerco sigilosamente y utilizando la única toma de yudo que había aprendido de mi primo, lo intercepto por la espalda, rodeando su cuello con mis brazos. Recordaba a mi primo que decía imitando a un artista uruguayo: “acordate que si das la espalda, también das el culo”. Gracias Zeballos.
En ese ambiente de movimientos bruscos, impedí que su boca proliferara gritos de auxilio. Inmersos en el combate le digo al oído: “¡¿Dónde está Esteban?! ¡¿Dónde está?! ¡¿Dónde?!”. Para que en un suspiro violento me responda: ¡No tenés pruebas pendejo! ¡No tenés nada!
En un intento de liberación, mueve sus piernas compulsivamente, dejando caer, ahora desde su bolsillo frontal, una llave con una calavera; una llave de un cuartito del laberinto del terror.
“¡Ah! ¿Y eso que es?” le digo al oído, ahorcándolo a un punto tal que queda desvanecido en el suelo.
Agarro las llaves de la cocina y las del laberinto. Cierro con llave y voy hacia el rescate. Ingreso por la segunda puerta para no ser visto, y con un encendedor que había guardado ilumino mi camino. Entre payasos de plástico, telarañas de cinta y máscaras despintadas, encuentro una puerta dentro del sucio juego. Introduzco la llave en la cerradura, giro y abro: estaba Esteban, rojo por el llanto, con moretones en los brazos.
Al salir, la lluvia de caramelos ya había pasado; llegué a tiempo.
Le explique velozmente a mamá y a papá, en un escándalo (como ya había previsto) llamaron a la policía; el chef no era tal, era un ex convicto aficionado al pool, que había descargado un título por internet. Evidentemente, la administración repara tanto en curriculums como en las condiciones del salón.
Aparentemente, Mario Benedetti, el culpable, se había enterado de nuestra fiesta el mes pasado, justo cuando repartimos las invitaciones a los compañeritos. Encontró la forma de ingresar al salón, a pesar de no saber hervir siquiera salchichas, y preparó su estúpido plan sin tener en cuenta un único factor: un inadvertido adolescente gótico, sin batería.