La Recta de Los Cocos
Resultaban impresionantes los trazos verdes cargados de añil en las mañanas de septiembre al fondo de los cañaverales próximos al pueblo de Arenas, los bucares y apamates desperdigados plasmaban imágenes de guardianes desesperados en la inmensidad.
El misterio de las curvas de Bichoroco templaba los sentidos mientras mil visiones de camacutos reverberaban en el hombrillo, el rumor del río sobre las piedras desnudaba una geografía infinita de gradaciones de colores, de luz cernida en las hojas de los jabillos, de pronto el Cadillac 1959 corcoveaba y carraspeaba vahos de gasolina mal carburada, dejaba de sentirse el contacto de los neumáticos con el asfalto.
Las inmediaciones de Pie de Cuesta palidecían entre los hierbajos que porfiaban ante las implacables rocas anaranjadas que encalaban la montaña. La fuerza centrífuga apenas si llamaba la atención de los pasajeros, el conductor por momentos soltaba el volantes, a ratos respiraba profundo, como si hubiese atisbado un balde de jobitos a medio cerro, de pronto los pies se movían en medio del más exigente mambo hasta que finalmente encontraba el pedal del freno y el Cadillac oscilaba justo en la orilla del hombrillo en un largo forcejeo de equilibrismo que entrecortaba respiraciones.
Los contrastes marcados entre los arbustos de las montañas y los árboles aledaños al río revestían de suspenso e intriga la cinética del paisaje, por momentos las cercanías de Tataracual parecían desplazarse hasta las tortuosidades de Salsipuedes para quedarse engarzadas en el peralte de la carretera. Una granizada de círculos luminosos arreciaba bajo la sombra de los robles y desde la cabina del Cadillac todo parecía un fresco de van Gohg con geometría de Modigliani y movimientos de Cruz Diez. De momento provocaba pisar el freno y quedarse en esas penumbras hasta descifrar los acordes de las cigarras, hasta saborear el agua del Manzanares, hasta internarse en las grietas de los cerros. Pero el pie se hundía en el acelerador y la cinética se convertía en inercia, en neblina, en miles de espinas que lastimaban las retinas.
Todo punto de una carretera tiene dos direcciones de acceso, siempre la perspectiva en un sentido muestra aristas, colores y olores diferentes a pesar de las similitudes. Infinitos misterios se escurren o descifran en apariencia y se mira en todos los ángulos como buscando el anverso del reverso que se enfrenta ahora. Se tiende a jugar con la imaginación hasta hacer coincidir las imágenes de lo visto en el viaje de ida con lo observado en el de vuelta. Solo que la magnitud del paisaje natural es tan ajustada, tan contundente, tan incandescente que se termina petrificado ante las nuevas maravillas apreciadas. Se atraviesa toda la carretera anhelando ese momento cuando se enfrente el revés de ese lugar, se mueve cada elemento, cada árbol, cada matorral cada hombrillo calcinado de la carretea como piezas de rompecabezas hasta armar el ambiente ideal donde calmar la sed de solaz, de paz, de soledad luego del bullicio y los empujones delicados del ruido citadino en todas sus variantes.
Los sonidos metálicos de la carretera se mezclaban en algún punto del regadío con el rumor bucólico de la naturaleza, y por momentos el Cadillac parecía flotar sobre los vahos vegetales de Las Charas. Cada trescientos o setecientos metros la serenata de los grillos parecía forzar el ritmo hasta atenazar la debilidad de la luz solar previa al inicio del atardecer. De momento los arbustos de un costado parecían decaídos, como aplastados por una recua de asnos, luego formaban setos de casi dos metros de altura.
La amplitud de arena y guayacanes entremezclados con yaques tiempla la mirada centenares de metros en las proximidades de Gamero, las manos se congelan en medio de los esguinces postreros del sol en el horizonte. El volante gira por su cuenta hasta que el hombrillo obliga a retomar la carretera. Hay cerros recortados, tal vez taludes prehistóricos, testigos de andanzas de dinosaurios y mamuts. Rocas, piedras, guijarros dispuestos en posiciones tales que develan perfiles geológicos inéditos, configuraciones arqueológicas impensadas, fenómenos topográficos absurdos. De pronto la mira se interna en un lecho de arenas brillantes tal vez cauce de antiguos ríos. La respiración se fractura ante el paso de ranchos de hojalata y cartón piedra, de niños con baldes de ciruelas y pomalacas, hacia grandes descampados con grupos de cardones dispersos en una lejanía que suspende los neumáticos por varios metros hasta que el Cadillac parece una nave espacial perdida.
Muchas sinuosidades sucesivas paralelas al regadío asedian las visuales a través del parabrisas, de las ventanillas, del gradiente de temperaturas entre la tarde y el crepúsculo. El Cadillac por momentos se resiste a delinear las curvas. Provoca detenerse en medio de los pastizales de Los Ipures. Se siente un ambiente especial de paseo dominical, las sinfonías de vegetación recorren la orilla de la carretera decenas d metros. Los espacios son estrechos en las cercanías, pero se siente una mínima amplitud tras los mangos del regadío, un rumor de aguas metálicas entre piedras, sonidos instantáneos en la soledad perforada por los grillos y algunas aves rezagadas.
Entonces aparece el gran espectro de la línea asfáltica casi infinita. El resplandor matinal impregna cada pigmento de la vía hasta descubrir cada estípite disparado hacia el firmamento, la fuerza centrífuga de las curvas de Tataracual estremecen al Cadillac al entrar en la recta. Algunas vacas desperdigadas entre los matorrales rasgan el sopor de la distancia. Viniendo desde Cumaná, la penumbra rodea prudente la luminosidad vacilante de las seis de la tarde. Una acuarela de anaranjados bermejos empieza a perforar la atmósfera. Varios gavilanes planean sobre la punta de los cocoteros, sus graznidos tiemplan el ritmo implacable del concierto de los sapos y cigarras. Cada diez cocoteros se puede sentir la intensidad matinal fundirse en la frescura de la cercanía nocturna. La fiesta de la luz invita a detener el carro, solo que la mañana es cinética y fugacidad. Los primeros cocuyos apenas reflejan su esmeralda líquida en una oscuridad clara donde se distinguen todas las ramas secas a medio tronco de los cocoteros, todos los cocos verdes y marrones apretados bajo las hojas. La experiencia visual de atravesar esa recta implicaba la mezcla fantasmal con la imagen de la tarde o la mañana y ese momento hacía levitar al Cadillac en su vuelo hacia el mediodía o el atardecer.
Alfonso L. Tusa C. 14 de abril de 2020.