El título original de la canción era Star Dust. Fue compuesta en un piano viejo en el Book Nook de Bloomington, Indiana; cruzando la calle de la Escuela de Leyes de Indiana University donde Carmichaelcursaba estudios. Fue grabada por primera vez en Gennett Records (Gennett 6311) por Carmichael con Emil Seidel y su Orquesta y los hermanos Dorsey como “Hoagy Carmichael and his Pals”, el 31 de octubrede 1927. Carmichael dijo que se inspiró en las improvisaciones de Bix Beiderbecke. La melodía sólo tuvo una aceptación moderada al principio, principalmente de los músicos, algunos de los cuales grabaron sus versiones propias de la melodía de Carmichael. Mitchell Parish escribió la letra, a partir de sus propias ideas y las de Carmichael, la cual fue publicada en 1929. La gran transformación de la canción ocurrió en 1930 cuando Isham Jones la grabó como balada sentimental.
Papá sacó un casete blanco con etiquetas blancas de una cajita donde una mujer de rostro templado se guarecía bajo un paraguas delante de un fondo oscuro. Silbó una melodía desconocida para mí e introdujo el casete en la ranura del reproductor de su Malibú anaranjado 1972.
La brisa del atardecer traía rumores de olas que se estrellaban contra la arena de la playa de El Peñón. El aroma de las palmas secas de coco llegaba desde el techo que cubría el capó del carro. Papá giró la llave y el motor soltó un allegro de silbidos que acompañó la aparición de las primeras estrellas en la atmósfera. Me acerqué al cojín delantero. La estridencia del silbido de las correas del Malibú ahogaba el sonido que salía de los labios contraídos de papá. La forma como seguía los acordes de la canción, transmitía un sentimiento que lo hizo soltar el volante y aflojar el pie del acelerador. Sacó el pañuelo del bolsillo posterior de su pantalón de popelina azul marino y lo pasó por la frente. Nunca lo había visto seguir el ritmo de una melodía respirando hasta hinchar el abdomen y sudando como si estuviera en medio del desierto. Con cada nota de piano la cabina del carro se convertía en la catedral más acústica todos los sonidos convergían en una mirada que en muchas ocasiones era severa. Ahora destilaba un sentimiento que venía desde reprouna fibra que veía por primera vez en mi padre.
Por cada metro que el carro retrocedía sobre el crujir de las arenas calcinadas, papá detenía el carro, miraba hacia el cielo. Abría la puerta y alguna vez se salió a respirar mientras cantaba parte de la letra en italiano. Caminó tantos metros que pensé que se iba a bañar en la playa. De regreso varias sonrisas se mezclaron en sus mejillas.
Saqué la cara por la ventanilla, “¡Papá esa ola te mojó los zapatos!”. Apenas volteó. Sacudió el cuero negro entretejido que le cubría los pies. Los chispazos postreros del astro sideral llenaban de diamantes los anteojos oscuros de mi padre. Dos hilos de humedad corrían cual afluentes desbordados sobre las mejillas.
Al sentarse tras el volante, el sonido del piano se alejaba en asonancia con los reflejos cárdenos del sol entre las nubes del horizonte. Papá presionó un botón del reproductor de casetes y de nuevo sonaron las primeras notas de “Stardust”. A unos veinte metros pasaba una camioneta a toda velocidad, un túnel de polvo se desplazaba en paralelo.
El sonido del cierre de las puertas del Malibú mostró los rostros interrogantes de mis hermanos. Mamá hacía señas ante la mirada extraviada en algún punto entre la playa y las sombras del atardecer.
Flujos de aire seco sacaban alguna tonalidad de los labios de papá dispuestos en forma de “o”, hasta que la nitidez del silbido siguió el compás del reproductor. A medida que un nuevo pedazo de oscuridad se apoderaba del cielo, papá subía algo más el volumen del reproductor.
Cada calle que atravesábamos mostraba ángulos de Cumaná que nunca había visto, las sombras alumbraban los rincones más inesperados de la ciudad. Cada nota de piano acompañada de violines, celos y saxofones, boceteaban siluetas íntimas en mi pulso cardíaco. En la salida hacia Cumanacoa la música delineaba el carboncillo de los cocoteros que apretujaban al sol sobre el azul refulgente de la atmósfera.
Papá detuvo el carro a un lado de la carretera, la percusión de los grillos tenía otra tonalidad en medio de aquella navegación relajada que hacía sentir cada espacio ganado por la oscuridad a través del mar de notas musicales que se estrellaba sobre el atardecer. Saqué la cara por la ventanilla y lo que llegó a mis pulmones me paralizaba en medio de un concierto donde el piano me hacía percibir todos los sonidos y aromas de la noche.
Ante cualquier pregunta de mamá, mis hermanos o yo, Papá contestaba con movimientos de su barbilla. Su mirada oscilaba entre el parabrisas, la oscuridad desbordada y un silbido profundo que sacaba humedades de todas partes de su cara. Ni siquiera sacaba su habitual pañuelo para secarse.
Un resplandor de plata se incrustaba en la capa más purpúrea del atardecer devenido en noche de inmensos corredores azul marino. Una línea verdosa iluminó el volante, me asomé entre las armonías del piano y los susurros de la trompeta que apretaba la noche con modulaciones guturales. El cigarrillo era un cocuyo que salió por la ventanilla. Papá tenía más de 15 minutos que no fumaba.
Las ondulaciones del Malibú sobre la cinta asfáltica seguían una cadencia de pausas detenida cada vez que el piano incrementaba su eco en medio de acuarelas apagadas en las sordinas de los saxofones. Papá frenó con suavidad en medio del vértigo de las sombras de la recta de los cocos. Miles de juncos recortaban la noche con sierras afiladas.
El capó se distendió hasta la punta del Malibú con un estruendo de mar reventando sobre la arena. El “Polvo de Estrellas” salía de la puerta del carro para iluminar cada zancada de la recta con los acordes de varias trompetas relucientes de visiones fantasmales que entraban y salían de la cabina mientras Papá hablaba con ellas y nosotros a la vez. Cuando llegamos a casa sabía la letra de la canción sin conocer el inglés básico.
Alfonso L. Tusa C.